Admiré de niño la clarividencia del caballo para orientarse en la ida o el regreso y, sea de noche o de día, en la tormenta o bajo el vendaval, admiré el olfato de los perros para volver al sitio del que parten por más que de él se alejen, o el acierto infalible del gato para encontrar el rumbo que tras sus andanzas lo devuelve siempre a su casa. Yo no lo tengo ni cuento tampoco con ese invalorable sentido común a la mayoría de los humanos para orientarse en las calles y las rutas o en parajes nunca vistos tanto como en aquellos en donde apenas se estuvo una única vez. Yo me pierdo irremediablemente cuando me alejo de los circuitos habituales. Privado del don de la ubicación, incapaz de abstraer, de discernir y calcular donde tanta falta hace, los sitios que no frecuento son para mí inalcanzables y a ellos jamás llegaría si alguien no me condujese o no me dejara guiar por los que entienden. Sujeto fatalmente a mi pobre percepción, no sé ir, no sé volver y soy incapaz de remontar mi invalidez. No puedo, no aprendo, no entiendo y nada me dice un plano acerca de mi ubicación. No tengo brújula interna ni don alguno de representación y en cuanto a los puntos cardinales jamás supe dónde están. Todo esto, claro, favorece mi propensión a la inmovilidad. Para no exponerme a vivir perdido, trato de no alejarme de los escenarios familiares. Poco me convoca fuera de mi barrio y trato en lo posible de que mi vida social nunca lo exceda. Nada más ajeno a mí que el espíritu de un expedicionario. Invierto las direcciones y suelo situar a la izquierda lo que estuvo desde siempre a la derecha, y cuando lejos de mi casa dejo el coche estacionado, lo busco al querer volver por el lado en que no está y pierdo así un tiempo enorme resolviendo lo que nunca debió convertirse en problema.
KOVADLOFF, Santiago. “Soliloquio del extraviado” en Una biografía de la lluvia. Emecé ensayo, Buenos Aires (2004).
| When I was a child, I used to admire the horse´s instinctive sense of direction. Whether coming or going, it always seemed to find its way. I would marvel at the nose of the dog which, day or night, rain or shine, faithfully returned its owner - however far it had wandered - to the very spot from which it had set off. And I never ceased to be amazed at the extraordinary ability of the cat, whose unerring judgement would, without fail, lead it safely home after a spell on the prowl. A sense of direction is something most human beings take for granted. They use it to guide them when roaming in unfamiliar places. I, however, rank among the minority who were not blessed with such a skill. I was favoured instead with a distinct lack of a sense of place which, combined with an acute inability to be abstract, discerning and logical when I most need to be, leaves unfamiliar areas regrettably out of reach. In fact, I would never arrive at such destinations at all were it not for more sensible people driving me or guiding me to them. I surrender myself body and soul to an abyss of bewilderment, and, as a consequence, render myself incapable of coming and going as I please. What´s more, I seem to be completely powerless to defy this puzzling affliction. I cannot, will not, don´t learn, won´t comprehend. And nothing, absolutely nothing, in my surroundings offers me any hint of a mental map to suggest my present location to me. You see, I have no inner compass and have never had an inkling where the cardinal points might be. All this, naturally, inclines me towards the quiet life. In order to avoid spending my time getting lost, I endeavour not to venture too far from my habitual surroundings. Very little can tempt me out of my neighbourhood and I try, as far as is possible, to ensure that my social life keeps me well within these self-imposed confines. Indeed, nothing could be further from my nature than a sense of adventure. For north and south are one and the same to me, left and right, but abstract ideas. And if I leave my car parked somewhere far from home, I will inevitably end up searching for it high and low, in all the most unlikely places, and consequently squander an outrageously inordinate length of time resolving something which should never, ever, have been a problem in the first place. |